martes, 22 de abril de 2014




Las muchas causas del deterioro ecológico parecen estar bien identificadas, sin embargo, si quisiéramos indagar en una de las principales (y menos señaladas), tendríamos que mencionar el individualismo humano. Una constante de las sociedades modernas es la falta de identificación del individuo con el mundo en que habita, su incapacidad para relacionarse con la totalidad, mientras paradójicamente vive en un planeta cada vez más globalizado. Es decir, en un mundo cada vez más conectado tecnológicamente, la conciencia colectiva es reiteradamente ignorada o relegada en predilección de la exaltación del “Yo” y las necesidades personales, reales o imaginarias. La razón de esta incapacidad para identificarse con el entorno más allá del contexto inmediato y percibir la urgente necesidad del bienestar colectivo es, ciertamente cultural y las consecuencias, tristemente desastrosas para todos. La desidia cultivada por el hombre a lo largo del tiempo ha puesto al planeta y sus habitantes en un punto crítico, el cual no será posible superar sino a través del trabajo mancomunado de todos. La superstición que supone vano cualquier intento individual por modificar el peligroso estado de las cosas, socaba la posibilidad de un cambio positivo. La idea masificada de que un individuo no está en capacidad de cambiar al mundo y que por tanto su apatía o esfuerzo por lograr una mejora no hará la diferencia, implica una irresponsabilidad que ha multiplicado el daño provocado al equilibrio ecológico a escala planetaria.




¿A qué podemos atribuir el individualismo humano y sus terribles consecuencias para el planeta y sus habitantes? Las posibles razones quizá se remontan a los albores de la existencia de nuestra especie. Reflexionemos un poco. Las duras circunstancias a las que se vio sometido el hombre primitivo lo obligaron a anteponer la supervivencia personal a cualquier otro interés o nexo social con otros individuos o con su medio ambiente. Siendo el hombre primitivo objeto de otros depredadores, de sus semejantes y de las manifestaciones de la naturaleza, el miedo, la violencia, la territorialidad y el oportunismo eran la moneda corriente de nuestros ancestros prehistóricos. En la existencia humana empezó a manifestarse paulatinamente lo que denominamos cultura cuando la necesidad de comunicación hizo presencia manifestándose en el primer gruñido articulado, cuando las limitaciones físicas buscaron extensión en la primera piedra trocada en rudimentario martillo, cuando algo en lo más intimo de esos primitivos antepasados los hizo intuir  la noción de sí mismos, de sus semejantes y de su entorno. Desde ese punto de vista, cultura sería cada persona y su interrelación con los otros para transformar su contexto, cada individuo sería una letra que escribe el periplo del transcurrir humano a lo largo del tiempo deviniendo en lo que conocemos como sociedad y civilización. Así, las asociaciones humanas devinieron paulatinamente en pequeños grupos familiares, en tribus, en clanes, pueblos, etc., con un desarrollo cultural propio. Esas diferencias culturales se hicieron cada vez más radicales y desencadenaron todo tipo de calamidades en el decurso de la historia humana.



Que la cultura represente bienestar y no sufrimiento, riqueza en la diversidad y no intolerancia, auténtico desarrollo tecnológico y no daño ecológico, depende de cómo cada uno de los seres humanos que habitan el planeta continua construyendo su destino.

Si la barbarie ha predominado a lo largo de toda nuestra existencia y las diferencias culturales lejos de suprimirse continúan acentuándose, no es extraño entonces que el acuerdo internacional para reducir la emisión de gases de invernadero denominado  Protocolo de Kioto sobre el cambio climático haya entrado en vigor con ocho años de retraso y aún no haya sido ratificado por todos los países suscritos, entre ellos, EEUU, uno de los países más contaminantes del paneta (el presidente de EE.UU., George W. Bush, se retiró del protocolo en 2001, con el argumento de que éste dañaría gravemente la economía de su país). Nacionalismo, sectarismo, racismo, etc., son formas colectivas del individualismo que impide que la humanidad haga causa común para enfrentar y revertir el daño ecológico y los gravísimos problemas que nos aquejan; en el fondo, lo que caracteriza a la mayoría de los seres humanos es su inclinación por la depredación de sus semejantes en una suerte de canibalismo suicida, como en su momento lo expresara el escritor brasileño Oswald de Andrade: “Sólo la Antropofagia nos une. Socialmente. Económicamente. Filosóficamente. Única ley del mundo. Expresión enmascarada de todos los individualismos, de todos los colectivismos. De todas las religiones. De todos los tratados de paz.”

Volvamos una vez más a formularnos la pregunta anterior: ¿A qué podemos atribuir el individualismo humano y sus terribles consecuencias para el planeta y sus habitantes? La respuesta puede ser lapidariamente simple: Evolución, es decir, la adquisición de Visión de Conjunto - Visión Cósmica.

A pesar del desarrollo tecnológico alcanzado, los seres humanos continúan siendo extremadamente primitivos en muchos sentidos esenciales para la sana convivencia y el trabajo solidario, porque aún perviven los miedos ancestrales y un obsoleto sentido de auto preservación del individuo en su sentido más negativo. No hemos evolucionado lo suficiente para comprender que la humanidad toda es una gran hermandad que comparte el mismo planeta, los mismos recursos y las mismas necesidades de progreso, equilibrio y bienestar. Erróneamente suele pensarse que el cambio inaplazable que salve el planeta de la destrucción debe ser masivo y simultaneo, cuando el cambio comienza en la conciencia del individuo que modifica sus paradigmas y se responsabiliza de sus actos, identificándose no sólo con parientes, amigos, compatriotas o sus iguales en estrato social, credo, raza o ideología, sino con toda la humanidad y los demás seres que comparten con nosotros el planeta y su destino. Es indispensable evolucionar para suprimir el egoísmo y la apatía. Contemplar desde el trópico con indolencia como se deshielan los polos es tan grave e irresponsable como releer la historia sin aprender a no repetir los errores; quién arroja basura a la calle contamina su casa, quién estafa a otro se roba a sí mismo, cuando una sociedad acepta como norma el acecho continuado y fraudulento de los unos sobre los otros para sacar provecho, involuciona hacia una cultura de la barbarie y del caos, es decir, a una cultura antropofágica. Es ingenuo imaginar que la distancia física o temporal resguarda de las consecuencias de la indiferencia masificada. Los desastres en los reactores atómicos de Chernóbil (1986) y Japón (2011) no ocurrieron allá, muy  lejos, sino aquí, en nuestro hogar, donde el aletear de una mariposa puede desencadenar un huracán al otro lado del planeta.

sábado, 5 de abril de 2014

TROVADOR XXV


Técnica: Lápiz / tela
Medidas: 121x141 cm.
Año: 2014