No sabemos con exactitud como fue el
primer encuentro entre el hombre primitivo y los caballos, pero podemos
imaginarlo como un acontecimiento mágico, porque aquellos lejanos ancestros los
representaron con rudimentarias y hermosas pinceladas, trotando por las paredes
de piedra de las cuevas de Lascaux y Altamira, mientras procuraban exorcizar los
miedos de su lucha cotidiana con los hielos de la última glaciación. Quizá sea
impagable el servicio que los caballos le han brindado al género humano desde
que el hombre lo convirtiera primero en su alimento y después en su compañero de
trabajo en los albores de la edad de Bronce. En la paz y en la guerra sobresale
su admirable nobleza. Tal vez por eso Jonathan Swift les rinde homenaje
elevándolos por encima de las debilidades humanas y sentimos que desde los ojos
del caballo, un Houyhnhnm
nos mira con resignación comprensiva.
Nuestra deuda con esos amigos equinos también es
estética. Como Swift, como los primitivos pintores del Paleolítico y tantos
otros artistas a lo largo del tiempo, Javier Hidalgo rinde homenaje al caballo.
En sus pinturas esa familiar anatomía está construida con gestos, con
pinceladas que buscan simbolizar la libertad, la belleza, el ímpetu, el porte y
a la nobleza que admiramos en el caballo. El redibujo, la reiteración de los
trazos parecen simular le movimiento que no pretende aprisionar la forma, sino
abrir una puerta imaginaria para que escape del lienzo. En éstas pinturas de
Javier, hay más que una temática, más que una excusa para el hacer pictórico,
en ellas hay una hermandad que sólo el llanero y el caballo conocen.
Parte fundamental de la historia y del arte son los
siguientes nombres: Rocinante, Babieca, Bucéfalo, Incitatus, Pegaso, Marengo,
Siete leguas, Palomo, As de oros, Othar, Lazlos, Janto, Genitor.
Mariano Esquivel, Bogotá,
Febrero de 2013