viernes, 14 de diciembre de 2012




ESBOZO
UN ACERCAMIENTO A LA MONUMENTALIDAD.

A mi amigo Rubén Marquéz

De la Grecia de Homero no queda nada, o casi nada.
Sus poemas han resistido más que sus ciudades.
Ernesto Sábato

La historia es una pesadilla de la que quiero despertar.
James Joyce

         La monumentalidad, desde el principio, parece ser el objeto prodigioso, el anhelo recurrente, el estigma privilegiado del género humano. Los mitos arcanos, las diversas culturas, testifican el continuo problema de las formas tiempo y espacio, confrontado a los conceptos: antropocéntrico, antropometría, antropoformismo y longevidad. La mera concepción de nuestra ubicación en un punto cualquiera, ante un entorno desmedido es abstracción alucinante. Escapamos al apabullamiento por los canales de la imaginación, la religiosidad, el pensamiento puro, y la infaltable tecnificación. La historia bíblica   que narra la construcción y propósito de la legendaria torre de Babel (corroborada por el arqueólogo Robert Koldewy), es claro ejemplo de uno de los primeros intentos técnicos de proyección del hombre fuera de su escala. Las leyendas épicas de la antigüedad nos hablan de una raza de gigantes; y también el babilonio Nabucodonosor sueña el destino de su imperio en  la alegoría de un ídolo gigantesco fortalecido en una combinación de distintos metales, acabados en pies amalgama de hierro y barro; como figura onírica de la grandeza y futura decrepitud de su glorioso legado. Se contraponen como medidas de tiempo y espacio, la anegación total del planeta y los múltiples años de Noé(1) y Matusalén que suman mil ochocientos noventa y nueve. Nos abruman las descomunales proporciones del Himalaya, la ballena y el elefante; y la imaginación procreó las deidades olímpicas, el Coloso de Rodas, el Kraken, a Leviatán, el Behemoth, al caballo que deslumbró y tomó  a los incautos de la ciudad de Ilión; al personaje de Swift, titánico o diminuto según naufrague en Liliput o Brodingnag, etc.

            De alguna manera, los sistemas filosóficos nos resultan análogos a los ejemplos anteriores. La construcción de estructuras racionales es pretensión paradigmática del orden universal, fusión de la conciencia en módulos conceptuales extrapolados al ámbito infinito de la abstracción. No obstante, el pensamiento puro halla sus contradicciones y sus detractores en el oficio, en el ejercicio mismo de su propio espacio conjetural. Lejos de encontrar la supresión en la contradicción y la dificultad paradójica, ésta se transforma en retroalimentación, en forma renovada de especulación filosófica, enfocada al perpetuo dilema del hombre en el universo (y ante el universo). Ambigüedad secular del hombre Platónico o Aristotélico (cuando no Platónico y Aristotélico). Nos dice Blase Pascal en sus Pensamientos: “Cuando me sitúo en el espacio, el universo me rodea y me devora como si fuese un punto minúsculo; pero cuando pienso, soy yo que rodeo al universo.” Podríamos añadir recordando la fábula del clérigo y escritor J. Swift, que depende del lugar a donde naufrague nuestro pensamiento: ¿Liliput o Brodingnag? Cincuenta y seis años separan las sucesivas publicaciones de los Pensamientos y Los Viajes de Gulliver, sin embargo, al promediar el siglo XVII, Pascal, físico y matemático, desarrollaba sus admirables concepciones científicas en contraposición a una creciente  inquietud religiosa, al ya latente desacuerdo con el extremado apego a la razón: “(…) nosotros -escribe- no estimamos que toda la filosofía valga una hora de fatiga.”
Virtud de la heroicidad es la dirección, el carácter monumental. No sorprende por eso que propendamos a la hazañas grandiosas y al culto de la fuerza, culto del héroe victorioso o el héroe trágico, magnificado en el pedestal o en el patíbulo, perenne arquetipo de lo erigido, lo levantado por encima de la condición humana. Las meras demostraciones de fuerza nos agobian por su condición explosiva y aplastante, condición inscrita en algunos de los dioses y semidioses de la antigüedad, los paladines, los caudillos militares y políticos de casi toda época y cultura; sustentados (enarbolados) muchas veces por una discutible crueldad(2). Ciertamente, no ocurre así con las manifestaciones de fuerza, de voluntad implosiva. Paradójicamente, la crueldad y la violencia como hecho explosivo y sustentatorio de ciertos héroes, también suele elevar a la víctima de estos, de simple receptor a mártir heroico.

            Aquí la monumentalidad del héroe comprende un elemento cualitativamente diverso, y éste es alcanzado (sacrificado) para simbolizar esa forma de seducción que es la tragedia. Pero esta categoría de la heroicidad fácilmente se entremezcla a la primera, por ello es preferible fijar distinciones que impidan confundirlos con el drama del héroe mártir, aquel situado más allá de las glorias terrenales y extrapolado a las glorias intemporales(3). El héroe sobrepasa por tanto la estrechez, y simbólicamente la escala antropométrica del común humano; trastoca la realidad cotidiana, trasciende física, espiritual o intelectualmente las proporciones del hombre ordinario, es acuñado en el tiempo a través del mármol, el bronce, la palabra o la memoria colectiva que es otra forma de la inmortalidad.

            La religiosidad y el misticismo suponen otro camino a la proyección del hombre en el espacio monumental. Son comunes las doctrinas que sostienen la existencia de un tránsito de la vida terrenal a una vida eterna y sobrenatural (v.g. el Cristianismo y el Islamismo). Otras doctrinas de signo panteísta (el Taoísmo, Confucianismo, Brahmanismo, Sufismo, etc.) son  enunciaciones idealistas místico-religiosas que proponen un desleimiento del ser en el orden universal (en Dios para las corrientes teístas), mediante el éxtasis y la revelación instantánea de conocimientos y sentimientos pertenecientes a esferas inefables. Los espacios místicos frecuentemente están asociados al territorio del espíritu, del inconsciente y el mundo de los sueños, ámbito multiforme e ilimitado que, separado del discurso racional, apenas permite traducciones meramente aproximativas a estados sugerentes que puedan producir un atisbo, o ser detonantes de experiencias místicas en terceros(4). Cuanto posea (o crea poseer) una relación, una consustanciación con Dios, con lo Eterno, con el Todo, es, por tanto, proyección de una monumentalidad desbordada e inenarrable, conjugada en grado superior, a una dimensión ya lejana del sistema antropoformista, ya separada de los conceptos de tiempo y espacio objetivos.

            El arte en el decurso del tiempo, ha buscado o ha sido consecuencia de manifestaciones místicas. El poeta Federico Hölderlin escribía que “El hombre es un dios cuando sueña y no es más que un mendigo cuando piensa”(5). El poder sugerente de la música, la imagen metafórica y la imagen visual son incuestionables. Como el rabino infunde vida al Golem mediante la permutación cabalística y el brahman accede al Nirvana mediante la práctica del Mantra y la invocación del Om, así el escritor Marcel Schwob atribuye al uso de la palabra un poder sobrenatural. Por boca de un personaje de su cuento La máquina parlante, Schwob nos refiere: “Un gran poeta ha enseñado que la palabra no se puede perder porque es movimiento, porque es poderosa y creadora y porque quizá sus vibraciones hacen surgir otros universos en los límites del mundo, estrellas acuosas o volcánicas, nuevos soles en combustión.” William Blake también veía en las palabras, en ciertos encadenamientos de las palabras un hecho milagroso; afirmaba que la belleza era una suerte de unión mística entre la poesía (entre la obra de arte) y su interlocutor, coincidiendo con el pensador William James quien identificaba en la poesía un fenómeno conductor “La mayoría de nosotros -escribe- podemos recordar el poder extrañamente conmovedor de fragmentos de ciertos poemas leídos cuando éramos jóvenes; fueron algo así como puertas irracionales a través de las cuales el misterio, el desamparo y la angustia de la vida penetraron furtivamente en nuestros corazones para conmoverlos. Quizás ahora las palabras han llegado a ser meras superficies transparentes, pero la poesía lírica y la música están vivas y con significado sólo en proporción que recojan esas visiones vagas de una vida que prolonga la nuestra, que nos estimula y nos invita y jamás se deja de aprehender. Estamos vivos o muertos para el mensaje último y eterno del arte y según hayamos conservado o perdido esta sensibilidad mística.” Para André Bretón (estudioso de la obra de Eliphas Levi) el poeta es un místico visionario, intermediario entre el espacio onírico (espacio subjetivo, monumental e infinito) y nuestro plano de realidad objetiva; espacio onírico operativo en la medida de la potencialidad del lenguaje poético, así interactivo.

            El arte, como lenguaje vinculado a las experiencias más íntimas del hombre y sus relaciones con el universo, está claramente expresado en palabras de Benedeto Croce: “Cada representación artística es, en sí misma, el universo, el universo en aquella forma individual, aquella forma individual como el universo. En cada acento del poeta, en cada creación de su fantasía, está todo el destino humano, todas las esperanzas, todas las ilusiones, los dolores, las alegrías, las grandezas y las miserias humanas; todo el drama de lo real es perpetuo devenir, sufriendo y gozando.” Fuga del alma encamada a través del arte, liberación del ser de su apretado recinto por vía de la imaginación desaforada. En la obra Un hombre acabado, de Giovanni Papini, puede leerse un hermoso ejemplo; Papini visualiza el Juicio Universal, libro que sólo empezaría a escribir treinta y seis años más tarde y que habría de ocuparlo hasta la muerte: “Yo soñaba con representarla –nos cuenta- en un teatro grandioso como un desierto, con montañas de verdad por escenario, y que las palabras sonaran tremendas como las de Dante, y que las figuras parecieran de Miguel Ángel, y que la música fuera más divina aún que la de Wagner. Habría deseado el viento como aliento, el mar por orquesta, razas enteras por coros, y una lengua nueva, formidable, perfecta y clara, donde todos nuestros sonidos se hallaran representados, desde el vagido de un recién nacido hasta el retumbar solemne de las cascadas. Gemidos que conmovieran el cielo, aullidos de naciones arrodilladas, y el silencio, ¡el verdadero e inalcanzable silencio!”. Tristemente, en la actualidad, sólo hemos permitido espacio monumental para el desarrollo, la supremacía de la técnica sin su contraparte de equilibrio espiritual. La más aberrante de las desproporciones gira en un vórtice que ya no alcanzamos a percibir sino como un vértigo y se ramifica incesantemente en macrodestilaciones engendradas y consumadas en sí mismas, producidas y reproducidas para el olvido.

            De amera semejante, el urbanismo, la arquitectura (símiles en muchas ocasiones de la ya citada torre de Babel) nos han dejado ciudades que en su transformación paulatina de magnitudes inhumanas, han cambiado la vieja admiración por asombro atroz. Ahora son híbridos intimidantes, espacios vericuéticos, emblemas arquetípicos del laberinto, constancia absurda del extravío de sus habitantes.

            Esa lujuria desorientadora de lo excesivo, plasmada en tantas ciudades de nuestro tiempo, fue divulgada en un fragmento de La esfera y la cruz, del escritor G. K. Chesterton, a través del melancólico  discurso de dos de sus personajes: “Desde la escarpadura estéril, detrás de Hampstead, donde estaban, Turnbull y Maclan podían ver Londres entero abultarse vagamente y ensancharse en los grises de la luz creciente, hasta que el sol se alzó y la espléndida monstruosidad de Londres quedó a sus plantas. Sus desconcertantes cuadrados y paralelogramos eran tan compactos y perfectos como los de un puzzle chino; enorme jeroglífico que el hombre debe descifrar, o muere.(…) Cuando Turnbull le dijo algo respecto a Londres, los ojos de Maclan, como si obedecieran a una conminación, acudieron, igual que dos criados asomándose a sendas mirrillas.

-Sí- dijo, con cierto estupor-; es enorme.

            Hubo un silencio vacío, y después Maclan prosiguió: -Sí; es enorme. Cuando la vi por vez primera me quedé aterrorizado. Exactamente aterrorizado, como le aterrorizaría a uno ver a un hombre de cuarenta pies de altura. Estoy habituado a ver cosas enormes en mi país, las montañas tan grandes que parecen llenar la infinidad de Dios, y el mar tan vasto que llega al confín del mundo. Pero todas son cosas informes, confusas, que no pertenecen a una forma familiar. En cambio, ver las cosas humanas, llanas, regulares, llevadas a ese tamaño; casas tan grandes, ya la misma ciudad, tan grande, fue como si me hubiesen atornillado en un ojo una lente diabólica, amplificadora. Como si viese, una cazuela del tamaño de una casa o una ratonera para atrapar elefantes.”

            La desaparición progresiva de otras formas de monumentalidad, tales como la esencia del arte y sus atributos desencadenantes del goce estético y espiritual en el sentido de Blake, unida a la paralela disminución de la capacidad de imaginar contemporánea(6), acepta una parábola tomada de un cuento de Pär Lagerkvist: “¡A vuestro Dios lo habéis petrificado! ¡Hace mucho que está muerto! (…) Ahora se deshace en su trono como un leproso, y el desolado viento de la eternidad desparrama sus restos por los desiertos del cielo.”

            Aun así. Podemos creer positivamente que el deseo de grandeza continuará predominando continuamente, como deseo de proyección y reflejo en lo otro, en cuanto supera cualitativa y cuantitativamente la pequeñez humana; como lo ha demostrado la historia, como ha sido siempre. No en vano David derrota a Goliat, ni por casualidad Shih Huang Ti suprime el monumento histórico de su pueblo para erigir una nueva memoria y la gigantesca serpiente con que amuralló su imperio; ni fácilmente se olvidará el maravilloso Taj Mahal, levantado por Yahal, para simbolizar un amor infinito. Perpetuación a escala fabulosa en el tiempo físico y cronológico.

Mariano Esquivel
Publicado en la Revista “Art Market” No 4, Abril-Junio de 1999

Notas
(1)   En el poema de Gilgamesh, de origen asirio-babilónico, Noé recibe el nombre de Ut-Napishtim, y se dice que es inmortal.
(2)   Es aterrador imaginar (para sólo citar dos o tres de los innumerables ejemplos posibles, la historia abunda en ellos) el espectáculo representado por los empalados sembrados por los caminos de Asia y Europa oriental durante la guerras contra los turcos y las repetidas purgas políticas de los siglos XV y XVI; evidente además en la anulación sistemática de una raza y su cultura junto a la súbita desaparición de las dos ciudades japonesas en la primera mitad de nuestro siglo. Lo cual también vale para la literatura de todos los tiempos, caso concreto de los poemas heroicos, como los de Homero, los de Ovidio, o el irrefrenable Orlando Furioso de Ariosto.
(3)   La diferencia para la mayoría de los casos probablemente sea de índole moral. Las motivaciones de los dioses y paladines de las tragedias griegas son por lo general, pasiones oscuras, debilidades típicamente  humanas y alejadas del idealismo del héroe mártir. Un ejemplo factible, sería (por las semejanzas), el bíblico Sansón; el héroe que destroza un ejercito con apenas una quijada de asno no es el mismo que, ciego y humillado sucumbe al derribar las columnas del templo de Dagón.
(4)   Al respecto se pueden consultarse como fuentes de primera mano las obras de San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Las revelaciones de Hermes Trimegisto, Ps, Dionisio Aeropaguita, Lao Tse, Chaung Tzu, tec., por mencionar apenas algunos de los más conocidos.
(5)   A pesar de la innegable ambivalencia con el pensamiento citado de Pascal, Hölderlin intuye el mismo fin.
(6)   Ya Bachelard había señalado la imaginación como un tipo de movilidad espiritual y que, contrariamente a la imagen anquilosa y cotidiana, “muy pronto, en vez de hacernos soñar y hablar, nos hace actuar. Eso equivale a decir que la imagen estable y acabada corta las alas de la imaginación.” Inevitable recordar nuestra condición actual, tan dependiente de la imagen estereotipada, de los archivos, los bancos de imágenes.


        

           




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